El ritual

El Horror muestra sus cartas.

Montana y Shawn se quedaron en el piso de abajo, y pudieron oír que arriba Mahoney y Crowe eran descubiertos. Ruido de pelea y gritos. La situación se complicaba. De pronto Shawn encontró una solución que les había pasado desapercibida: una palanca oculta en la chimenea abría una salida alternativa. Parecía suicida, pero era mejor que enfrentarse a sectarios furibundos.

Dentro todo estaba en una inquietante calma. Pero una vez sus ojos e hubieron acostumbrado a la oscuridad, pudieron vislumbrar una pesada puerta de hierro, cuya llave colgaba en la pared.

Lo que les aguardaba tras la puerta era bastante poco aletador. Angostas celdas ocupadas por asustadós prisioneros, en apariencia egipcios.

Pero los ruidos de la chimenea indicaron a Montana y Shawn que tal vez no era éste el momento de socializar, así que siguieron avanzando hasta lo que parecía ser un siniestro laboratorio o estudio, con un escritorio lleno de libros y artefactos, cajas y sacos por todas partes, y una inquietante dama de hierro junto a un tétrico potro de tortura.

Allí se escondieron, cuando llegó Gavigan. Escoltado por un par de sectarios, y trayendo consigo a un asustado Mickey Mahoney, al que comenzó a torturar de forma cruel para sacar información de sus compañeros. A Elizabeth Shawn le costó horrores permanecer impasible y hacer que el sentido común de Gazzo Montana fuera más fuerte que su indignación y evitar que saltara sobre Gavigan, con el suicidio que eso suponía.

Cuando terminó, Gavigan hizo que se llevaran a Mahoney y digo algo parecido a "preparadlo para el ritual junto con los demás".

Ahora tenían algo de tiempo. Una rápida ojeada a la sala les permitió encontrar entre libros polvorientos y cajas con estatuas blasfemas, túnicas y ankhs que les podían hacerse pasar por sectarios. Llamó su atención nuevamente un libro de contabilidad con envíos a Ho Fong (Shangai) y Naviera Randolph (Darwin), así como otros envíos a diversas partes del globo, y esta inquietante carta inacabada:


Ataviados como sectarios, y siguiendo el ruido de la ceremonia, se fueron acercando, y allí vieron al despreciable Gavigan, ataviado cual sacerdote de una blasfema religión, junto con otro hombre de aspecto árabe, de igual vestimenta, y los sectarios bailando frenéticamente alrededor del poste, donde se hallaban atadas las víctimas, entre las cuales estaban Mahoney, Anne Crowe y el Dr. Howlett. También pudieron ver a Yalesha, la bailarina de la Pirámide Azul, atada y sedada.

Los sectarios comenzaban a quitarse la ropa y a bailar de forma cada vez más claramente sexual, recreándose especialmente con los prisioneros, mientras Gavigan y el otro, Tewfik Al Sayed, entonaban una impronunciable letanía. En ese momento, el horror tomó foirma, y de entre las brumas formas horribles, seres monstruosos de maldad pura y forma no definida comenzaron a aparecer y a aparearse con las víctimas. Era tal el horror, que Elizabeth no pudo sofocar un más que sonoro grito y, llevada por el terror, comenzar a correr hacia la carretera.


-¡Matadla!- gritó Gavigan, y algunos de los sectarios comenzaron a perseguirla. Momento que Montana aprovechó para acercarse subrepticiamente a sus compañeros.

Parecía, y de hecho era, una locura, pero un inesperado aliado se apareció en ese momento en forma de discusión entre ambos sacerdotes, que comenzaron a culparse de ineptitud, y a proclamar se ambos el favorito del Faraón, el favorito de Nefren-ka.

Montana pudo aprovechar y desatar a una aturdida Crowe y a un magullado Howlett. No se atrevió a importunar a la mole legamosa de 5 metros que violaba salvajemente a Yalesha, y en cuanto a Mahoney, no había nada que se pudiera hacer por él, pues las heridas inflingidas durante el interrogatorio de Gavigan habían resultado ser letales.

Pero no era momento de funerales y sí de correr. Se apresuraron hacia el coche y Montana perdió la noción de la realidad. No era ya Londres en 1925, sino que su mente había retrocedido a la batalla de Caporetto. Aceleró el coche hasta su máxima velocidad, llevándose literalmente por delante a cuantos sectarios se cruzaban en su camino, llegando al fin hasta una aterrorizada Elizabeth Shawn.

Entre la bruma y el lodo no era fácil orientarse, pero el instinto de supervivencia podía más que las marismas, pero no iba a ser fácil. Aquel hervidero de sectarios y criaturas era la misma encarnación del Infierno en la Tierra, y aún quedaba un último escollo: el puente levadizo.

Retroceder no era una opción, y no iba a ser fácil disuadir al sectario que manipulaba la manivela que dejara de subir el puente, por lo que usando la pistola de la guantera Montana pudo acertarle con un disparo y acelerar cuanto pudo para volar, literalmente, sobre el río. Juró que nunca volvería a reírse de los coches ingleses.

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